Reinventarnos como docentes para transformar la educación y permitir que los niños cambien el mundo y creen el futuro de todos
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Recordemos nuestros años de alumnos y de entre tantos días
anodinos rescatemos alguna vivencia en la que nos sentimos emocionados,
motivados a aprender, en la que alguien encendió ese fuego interno que nos
impulsa a investigar, descubrir y maravillarnos con lo aprendido.
¿Estaba conectada esa vivencia con alguno de nuestros
intereses vitales?
¿Por qué fue tan significativa?
¿Nos aportó algún hallazgo relevante sobre la realidad que
vivimos y sobre nosotros mismos?
¿Fue la manera de comunicar y expresar con pasión una idea
lo que nos resonó profundamente?
¿Tuvo que ver con la manera de ser del docente? ¿Cómo habitaba
ese docente el aula? ¿Le apasionaba su trabajo o lo que explicaba?
Reflexionemos en cómo vivimos todo eso y consideremos cómo
es ahora la sociedad de nuestros niños y jóvenes: instruccional y básicamente
intelectual, dirigida a la adquisición de conocimientos.
Desde ese enfoque teórico trata de llevar valores y cierto
sentido utilitario para la vida (“ser una persona de provecho”, “ganar dinero”).
Por último busca la adaptación social (empleabilidad,
capacitación…).
¿Cómo están y se sienten nuestros alumnos?
Nos quejamos de que nuestros alumnos no están atentos en
clase. A las mías (secundaria y bachillerato) llegan conforme avanzan las horas
más saturados, cansados, sobre exigidos, desmotivados. Y así pasan unas 6 horas
absorbiendo contenidos que en su mayoría no les interesan ni tienen sentido
para ellos (no los sienten contextualizados).
Les decimos que necesitan aprender el currículo para tener
una buena vida y sin embargo están hambrientos de sentido, de experimentar la
vida sintiéndola profundamente. Y en su lugar la educación les aporta
instrucción y promesas de futuro que ya no se garantizan.
No es de extrañar que en su mayoría nuestros alumnos no
sientan pasión por aprender. Al ser reglada y obligatoria la educación oficial
ha perdido naturalidad, inocencia y sobre todo capacidad para emocionar. Se ha
desconectado de los alumnos, sus necesidades y aspiraciones, contribuyendo a generar
una sociedad en la que los individuos se desconectan de sí mismos para
adaptarse a las exigencias impuestas.
Porque los niños aprenden fundamentalmente jugando, y los
adolescentes a través de experiencias grupales en las que se confrontan con el
mundo y descubren algo de sí mismos a través de ellas.
Una educación con sentido
La educación está lejos de aportar ese sentido profundo a la
vida de nuestros alumnos que, sin embargo, ahora necesitan tanto para atravesar
los numerosos espejismos interesados (ideologías, consumismo, nihilismo,
adicciones…).
Hoy día es ya más importante hacer buenas preguntas que
contestar a preguntas aburridas. ¿Y qué seguimos haciendo en clase los profes y
maestros mayoritariamente? Que los alumnos aprendan respuestas a preguntas
acostumbradas.
Lo que más daño hace es que en nuestro sistema producimos
que los niños y jóvenes dejen de creer en ellos mismos, porque sus expectativas
más profundas chocan con la visión que tienen los padres y docentes de “lo que
debe ser”. Las solemos tachar de idealistas, vanales o utópicas. Dejamos de
escucharlas y ellos las terminan reprimiendo.
Luego nos quejamos de esas explosiones de rebeldía llenas de
frustración y resentimiento contra el sistema, la familia o la educación,
síntomas de esas orfandades emocionales que tanto se dan en esta sociedad.
Nunca ha hecho más falta personas que crean en una utopía
realizable. Nunca hemos necesitado tanto personas que miren más allá, al
horizonte lejano, se propongan llegar allí y nos inspiren a todos el camino.
Hay que soñar con una educación que se reinventa para asumir
los sueños latentes de nuestra juventud y apoyarlos incondicionalmente para que
los hagan realidad.
Cada niño viene con una promesa sagrada al mundo, una
promesa de futuro para la humanidad. ¿La respetamos, la tenemos en cuenta? La
relegamos porque lo importante es aprender lo ya establecido, “cómo son las
cosas”. Nos adocenamos y los adocenamos; nos adaptamos al sistema y lo mismo
hacemos con ellos.
En educación estamos repitiendo esquemas inconscientemente,
adoctrinando para que se repitan estructuras que, a día de hoy, tienen dudosa
vigencia dada la enorme crisis de civilización que estamos atravesando.
Los niños no tienen que cambiar, los que hemos de cambiar
somos nosotros, los adultos, padres, políticos, economistas… Todos los que
estamos deformados por una educación, unos valores, sistemas y creencias que
fueron validas en su momento, pero que cada vez nos sirve menos.
Muchos padres nos quejamos de cómo son nuestros hijos y nos
olvidamos que somos nosotros los responsables de que sean así.
Nuestros alumnos son “hijos” temporales que pasan por
“nuestras manos”.
Hay que desaprender mucho y aprender algunas ideas esenciales
y sencillas para reinventarnos y cambiar la educación.
Los alumnos necesitan que la educación pase de ser
instructiva a tener un sentido más profundo. Hay que reinventar la educación para
que sea transformadora y basada en experiencias profundas que toquen el alma de
nuestros niños y jóvenes.
No es tan importante impartir conocimientos como dar sentido
al conocimiento, conectarlo con lo que al alumno le interesa (sus pasiones y
talentos) y necesita de verdad, para luego acompañar ese impulso hacia un
propósito superior inspirador y transformador.
La Educación es la oportunidad dorada para guiar y acompañar
a niños y jóvenes a Ser:
-
Quienes realmente son en esencia
-
La mejor
versión de sí mismos
-
Creadores de su propia vida, una vida con
sentido y compromiso.
En la educación hay una asignatura pendiente: ¿cómo conectamos
aprendizaje-cognición y vida para que realmente importe lo que sucede en el
aula? ¿Cómo pasar del simulacro educativo a una educación transformadora?
¿Y el docente?
No se trata de qué enseño en el aula, ni siquiera cómo lo
enseño; lo fundamental es quién soy en el aula, la Presencia.
Y eso implica un trabajo sobre uno mismo, mejorar nuestra
metacognición y hacernos cargo de todo ese contenido personal (creencias e
ideas, emociones) que interfieren en el aula y sobre todo en la relación con
nuestros alumnos.
Ya no vale con impartir una materia, hay que ser
inspiradores de vidas con sentido.
Porque lo que realmente enseña no es lo que explicamos, sino
lo que vivimos íntimamente, lo que irradiamos, lo que mostramos con el ejemplo
de vida.
Sólo podemos dar aquellos que somos.
¿Qué estoy dando en el aula? Un buen punto de partida pueden
ser los conflictos que vivo en ella.
Y revisar quienes somos como personas los docentes, los
padres y educadores es esencial para un nuevo paradigma educativo en el que se
implique toda la sociedad, con un trabajo de revisión y crecimiento personal
profundo y constante, para ser la mejor versión de nosotros mismos en el aula y
en el hogar.
Sólo así seremos creíbles, sólo así convenceremos y nos
seguirán. Porque al encender la llama en el corazón de nuestros alumnos
descubrirán que nosotros la tenemos encendida, y sentirán su calor para
seguirnos en ese viaje interior de descubrimiento de los grandes tesoros que
hay dentro de ellos, porque nosotros descubrimos primero los propios.
La docencia cumplirá así con un doble propósito:
-
Mostrar conocimiento útil que aprender (de
afuera a adentro).
-
Desarrollar valores internos que irradiar (de
adentro a afuera).
Así el conocimiento dejará de estar fragmentado, parcelado.
Tendrá un propósito y un sentido, será útil y clave para reinventar el mundo.
Todo empieza dentro de uno mismo. Los conflictos del mundo
son nuestros conflictos internos no resueltos. Cuando somos capaces de consensuar,
integrar y poner paz dentro se da afuera, en el mundo, de manera natural.
¿Nos atrevemos, como docentes, a recoger el reto de
reinventarnos?
“Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo”.
Mahatma Ghandi.
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