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jueves, 13 de julio de 2017


Terminó el curso académico. 
Las aulas se dejan mecer en el silencio de puertas cerradas y ausencia de aquellos pasos apresurados que iban y venían, de timbres que enmudecieron y marcaban inexorablemente las horas. Los pasillos de los centros son custodios mudos de tantas vivencias que ya quedaron atrás. Es tiempo de vacaciones y, por tanto, tiempo de descanso.
Sí, frente a la incesante actividad de los días del curso, donde nos volcamos en el "hacer", tenemos la oportunidad de "no hacer", o al menos "hacer pausadamente", permitir que los tiempos se dilaten, tranquilos y lentos. 

Un tiempo así nos permite saborear el instante, que se vuelve eterno y afable. 

Y sobre todo permite el encuentro con uno mismo que la exigencia en el hacer frenético nos roba, sobre todo si va cargada de estrés, miedo, exigencia...
La única forma de no perderse en el "hacer" es manteniendo la conciencia en el "ser" durante la actividad; no siempre o no todos lo conseguimos y nos perdemos en ella (se diluye nuestra conciencia y emerge la neurosis).
Es como ese vaso lleno de purpurina que, agitado, cuando se deja quieto sobre una mesa se va posando en el fondo esa agitación y el agua retorna a su condición de transparencia. La quietud puede devolvernos esa transparencia para mirarnos dentro y descubrir, como esos paisajes submarinos que disfrutamos ahora buceando, los paisajes internos que nos muestran quienes somos realmente, desnudos de disfraces y personajes que sostener, liberados de quehaceres y roles que alimentar o mejorar, exigencias y mandatos que obedecer.
Es como cuando termina la función y el actor se desviste de los ropajes del personaje, entonces empieza a ser él mismo y vivir su propia vida. Lo importante es que el actor sea consciente de hasta dónde llega el personaje y qué aporta él desde su ser.

Podemos darnos la oportunidad y el permiso para descubrir ese espacio de quietud y serenidad dentro de uno mismo.

Así que el descanso nos puede aportar la calma de pensamientos y sentimientos que dejan de hacer tanto ruido y nos permiten escuchar el murmullo de nuestra melodía más profunda y genuina que con el frenesí diario nos pasa desapercibido.
Las vacaciones suelen ser esa huida del hastío y el hartazgo de la actividad académica o laboral; esa necesidad lícita de desconectar cuando el trabajo es una pesada carga que llevar durante todo un curso.
Pero si no aprovechamos el tiempo disponible de verano para madurar el próximo curso nos volverá a pasar lo mismo: cargar con un peso que se cree inevitable, pero que en realidad depende de la actitud con respecto al trabajo (sí, la educación es una profesión muy compleja, creativa y exigente; lo sé).

Lo saludable es descargar para recargarnos de esa alegría innata que sienten los niños, que andan ligeros por la vida, sin llevar sobre sus espaldas aún el peso de los días.

Por tanto, las vacaciones son tiempo de balances. No me refiero al balance "contable"; eso de algún modo lo hemos dejado escrito en la memoria final de curso: "Tantos suspensos y aprobados, tanto por ciento del cumplimiento de la programación, etc. etc."
 Me refiero al balance personal de lo aportado y lo recibido desde un aspecto cualitativo y no cuantitativo. No se trata de cantidad, sino de cómo me he dado, cómo me he ofrecido y también de cómo he recibido y qué se ha desprendido de mi actividad docente, cómo se han enriquecido los demás, que valores he aportado a los alumnos, a mis compañeros de centro, a los padres y a toda la comunidad educativa. En definitiva, cómo ha sido mi alegría al darme y cómo me siento de realizado.

Es más un balance del corazón que de la cabeza.

El verano es tiempo de maduración de todas esas vivencias del curso, que ahora dan sus frutos internos a modo de fortalezas, destrezas desarrolladas, habilidades y talentos que, formando parte de uno mismo serán nuevos dones a entregar en el próximo curso y que formarán parte de ese valor añadido que se aporta en las aulas, que son espacios y tiempos básicamente de encuentro entre personas. 
Y ese cuidar el encuentro, llenarlo de cariño, de atención, de escucha activa, de empatía real, de disponibilidad y accesibilidad, forman parte de ese valor añadido que es lo que cada día aportamos desde las aulas.
Si nos supeditamos a una mera tarea formativa daremos de manera muy parcial y rácana, entregaremos poco; y a cambio también recibiremos poco. Lo que nos lleva a una vida pobre. Dar con generosidad y vocacionalmente es consecuencia de la propia realización y felicidad, es resultado de un trabajo personal de maduración constante. Pues la felicidad no viene sola, es el resultado de un cultivo interior, de una amorosa dedicación para con uno mismo y con la vida.

Los docentes hemos de sentir el placer de desarrollarnos esféricamente, en todos los ámbitos de nuestra vida; no sólo en el del conocimiento o la intelectualidad. 

Cómo es nuestra vida personal, de pareja, familiar... qué puedo mejorar en esos aspectos...

Y el placer de aprender está relacionado con el juego, no con la exigencia, sino con el disfrute del descubrimiento y el deleite, de aprender a la vez que uno descubre nuevas zonas de uno mismo en ese juego. Así juegan los niños. Y el verano nos concede ese tiempo de exploración y disfrute para descubrirnos en lo nuevo.
Por eso los viajes pueden ser oportunidades para descubrirse en lugares nuevos, desacostumbrados, en los que podemos sorprendernos siendo algo más que esa personalidad o máscara acostumbrada.
Hacer cosas nuevas, atreverse con nuevos retos es una manera de ser más creativos y salir del guión marcado por los hábitos y las costumbres.

Porque la libertad también es salir de la zona de seguridad marcada por uno mismo y que nos limita, nos lleva a la repetición, que constriñe nuestra vida a reducidos círculos de seguridad que a menudo nos asfixian.

Madurar en verano es también ampliar esos círculos y tomar las riendas de nuestra vida para ampliar los límites automarcados, como personas y como profesionales de la educación.
Por eso, todo viaje ha de ser ante todo un viaje interior, observando amablemente qué zonas internas se descubren en la contemplación y vivencia de los lugares nuevos. 

Se trata sobre todo de mirar con ojos nuevos, desacostumbrados, para deleitarse en el descubrirse y en el renacer a lo nuevo.

Querido docente, te hago una invitación:
Que te permitas soñar, que sueñes con ese nuevo curso que arrancará en septiembre. Sueña que puede ser maravilloso, una oportunidad para viajar internamente y hacer de lugares acostumbrados, como son las aulas, espacios y tiempos nuevos en los que el encuentro entre personas sean gozosos momentos de relación y aprendizaje. 

Sueña porque soñar en creer, y creer es crear la vida que tu Ser quiere. 

Sueña durante este verano el tiempo que vendrá, pero hazlo disfrutando pausadamente el instante presente que se nos ha concedido. 
El “presente” es un regalo; el mejor de los regalos. Y vivirlo con intensidad de conciencia es permitirnos ser desde la plenitud que ya somos y que hemos de seguir descubriendo dentro de nosotros.
Todos esos descubrimientos son dones en el aula que regalamos a nuestros alumnos junto con la asignatura que damos, pues no podemos separar la bata de profe o maestro del resto de nosotros; todo crecimiento en un área de nuestra vida enriquece a todas.
Recuerda que tus alumnos no se acordarán de ti por la asignatura que das o por los conocimientos que tienes sobre ella, sino por cómo la diste, cómo la enseñaste y sobre todo qué relación estableciste con ellos.

Si llegaste al corazón te recordarán siempre, porque habitarás en el corazón de cada uno de esos alumnos que pasaron “por tus manos”.

Si eso es así es porque abriste tu corazón para que cada uno de ellos habite en él por siempre. Y sobre todo, desde ese enfoque "pedagógico" les aportaste lo mejor de ti mismo.

Como el caracol que viaja muy despacio, no hay prisa en llegar a ningún sitio, pues al lugar que nos dirigimos siempre es a nuestro propio hogar interior, y siempre lo llevamos con nosotros, siempre está disponible para el que está atento y quiere conectar con él.

Ya sabes: "Si descansas, descansa; si juegas, juega; si viajas, viaja. Y si pierdes, sobre todo si pierdes, pierde". Porque a veces una derrota es una victoria, si te permite ir más adentro de ti mismo y escuchar a tu corazón auténtico; ese que ya es sabio y que intuitivamente tiene las respuestas que necesitamos".
El verano puede ser escapismo o tiempo de escucha y de silencio. 
Una oportunidad para re-pararse y re´conectarse, de madurar y enriquecernos para en el nuevo curso poner a trabajar todas esas riquezas en nuestras aulas.


Un abrazo. Y felices vacaciones, querido docente.

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